Hoy me desperté
cantando “La última curda”, de Anibal Trolio y Cátulo Castillo. El día del
cumpleaños número cincuenta y ocho de mi vieja había llegado. En el centro del
hangar, mi viejo había hecho colgar un pasacalle en el que se podía leer la
siguiente leyenda: “FELÍ CUMPLIAÑO, MARIA ANTONIETA PEREZ ESTRAFAGARTA. FUISTES,
SO Y SERÁ LA MUJER DE MI VIUDA”. Me acerqué a mi viejo y, después de
felicitarlo por el gesto, hice mención a los errores de ortografía y escritura
que habían cometido al escribir el mensaje.
―Ni me hablés de
eso. ¡Tengo una calentura! ―me dijo.
―Pero, ¿qué
pasó? ―le pregunté.
―Nada, le pedí
al mimo que se encargara de conseguir a quien lo escribiera. Como sólo habla
mediante el lenguaje de señas, le transfirió el encargo a Samuel, que se niega
a pronunciar la letra “p”. Imaginate lo difícil que habrá sido para él
ingeniárselas para pedir que le hicieran un pasacalle. Para colmo, el encargo
se lo hizo a Chun Li, mi mujer japonesa, que tiene un gran talento caligráfico
pero que no entiende una mierda de castellano. El resultado fue un teléfono
descompuesto que derivó en eso que ves ahí colgado.
―Pero, ¿por qué
no le diste al mimo un papel con el mensaje que querías poner? ―le pregunté.
―No sé, Natalio.
La verdad que no me sirve de mucho que me des la cura de una enfermedad cuando
el paciente ya está muerto ―dijo y se alejó de mí.
No podía
preocuparme por la susceptibilidad de mi padre, no en ese momento, porque
debía, cuanto antes, hablar con la falsa Lucrecia. La encontré tomando tereré
con vodka junto a la mujer de Igor y le dije que necesitaba que habláramos en
privado. Los nervios y la consecuente transpiración acentuaban la picazón que
el flamante tatuaje de mi espalda me provocaba. Traté de no rascarme.
―¿Qué sucede,
señorrr? ―me preguntó Lucrecia cuando nos quedamos solos.
―Mirá ―le dije―,
tengo que darte una mala noticia. Decidí que no voy a viajar a Rusia.
―¿Necesita más
tiempo, señorrr? Porrrque, de serrr así, podrrríamos posponerrr su pasaje.
―No, Lucrecia.
Te agradezco de todo corazón, pero estas fiestas familiares me permitieron
darme cuenta de que mi vida está acá, en Argentina, y que no voy a encontrar
esta clase de calidez en las frías tierras rusas.
―Está bien,
señorrr. Si es lo que desea, lo mejorrr serrrá que se quede ―dijo ella y giró
con la intención de regresar hacia donde la mujer de Igor la esperaba con un
tereré.
―No sufrás ―le
dije tomándola por el hombro―. Sé que no va a ser sencillo, pero sos una
boxeadora con muchas condiciones y estoy convencido de que, aun sin mi
participación, no vas a tener demasiados inconvenientes para ganar la pelea por
el título europeo.
―Grrracias,
señorrr ―me dijo―. ¿Terrrminó con esta sensiblerrría?
―Solamente una
cosa más te voy a pedir.
―¿Qué?
―Después de
convertirte en la campeona europea, no va a pasar mucho tiempo hasta que pelees
por el campeonato mundial. Quiero pedirte que, el día que te conviertas en
campeona del mundo, tu primera defensa sea la revancha contra Vicky.
―Tendrrra que
hablarrr con mi agente, señorrr, cuando llegue el momento ―me dijo.
―¡Perfecto!
Entonces, ¿es un sí? ―le pregunté.
Sin responderme,
dio media vuelta y se fue. “El que calla, otorga”, dicen, y ella se fue sin
decir nada.
A los pocos
minutos, mi viejo convocó a todos los presentes para que fuéramos testigos de
la entrega del regalo que había comprado para mi madre. Fuimos llegando y
deteniéndonos alrededor de un objeto de tamaño considerable cubierto por una
sábana blanca. Cuando estuvimos todos, mi viejo aclaró que este regalo era de
parte suya y de nadie más, se acercó al objeto en cuestión y corrió la sábana develando
el misterio: su regalo era un hipopótamo de cristal, de tamaño real, réplica
exacta de un ejemplar real que desarrolla su vida en territorio zambiano.
―¿Cómo supiste? ―gritó
mi vieja, corrió a abrazar a mi viejo, lo besó en la boca, retomó su carrera
rumbo al hipopótamo, le pidió al mimo que la ayudara a subirse, se montó sobre
el lomo del animal de cristal y pidió que le tomaran una fotografía.
Se me ocurrió
que podría aprovechar el alboroto para conversar con Vicky, pero justo cuando
iba a tocarle el hombro para que se diera vuelta, sentí que una mano se
anticipaba y hacía lo mismo con mi hombro. Era Samuel, que estaba tomado de la
mano con mi primo Luján, de Luján. Cada uno llevaba una valija.
―Nos vamos ―dijo
Samuel―. Llegó la hora.
―¿Tan temprano? ―le
pregunté.
―Sí ―dijo Luján―,
porque tenemos que hacer trasbordo. Nos tomamos el primer avión acá, desde
Ezeiza hasta Aeroparque; ahí pasamos a un segundo avión que nos va a dejar en
Santa Rosa, y ahí pasamos al colectivo que nos llevará hasta la terminal de
Chacharramendi, donde nos espera una combi en la que nos transportarán hasta el
all inclusive.
―Perfecto ―les
dije―. Dejenme acompañarlos hasta el primer avión.
Así fue como
caminamos juntos desde la puerta del hangar hasta el avión, pasando por las
distintas pistas de aterrizaje sin decirnos una sola palabra, disfrutando del
silencio de nuestros pensamientos, coincidiendo quizá en el recuerdo de los
momentos felices que habíamos compartido a lo largo de todo el año. No había
motivos para llorar, porque regresarían en menos de diez días, pero lo cierto
es que, en el momento de la despedida, en el último abrazo, lloramos los tres.
Cuando ya estaban subiendo por las escaleras, se oyó, a la distancia, el grito
desesperado de una mujer. Era Vicky, que, al ver que ya no estaban, había
corrido desde el hangar hasta el avión para despedirse de sus entrañables
amigos.
Quedamos solos
ella y yo, y aunque tenía muchas cosas para decirle, recorrimos las dos
primeras pistas en silencio, porque el calor aplacaba nuestros ánimos de manera
notoria. Para atravesar la siguiente, nos trepamos en la parte trasera de uno
de esos trencitos enanos que se encargan de llevar el equipaje. Entonces sí,
liberado del esfuerzo que implicaba caminar, pude concentrar todas mis energías
en el habla.
―Tenés que
seguir boxeando, Vicky ―le dije―. Vos sabés que es así.
―No puedo,
Natalio. Arnoldo le pone voluntad, pero, si bien es bueno en la preparación
física, no sabe mucho de tácticas y estrategias, y el hecho de trabajar juntos
en esas condiciones desgasta mucho nuestra relación. Disculpame, pero prefiero
preservar la pareja.
―Yo puedo
conseguirte un entrenador ―le dije.
―A mi edad, con
mi falta de experiencia, ¿quién va a querer entrenarme?
―Yo, Vicky, yo
te voy a entrenar.
―Pero, Natalio, ¡vos
te estás yendo a Rusia! ―me dijo.
―No, ya no. Me quedo
en Argentina y, si Lucrecia gana el campeonato mundial, se comprometió a que la
revancha con vos sea su primera defensa.
Vicky se alegró
de que me quedara en el país y aceptó mi propuesta de inmediato. Reingresamos al
hangar tras haber asumido el compromiso de reunirnos ella, Arnoldo y yo los
primeros días del próximo año para definir los detalles de su entrenamiento y
los lineamientos que seguiría su resurgida carrera.
Ya estando adentro, pude
notar que Justicia Social y su familia habían llegado mientras estaba afuera,
porque mi viejo los estaba llevando de recorrido por el lugar para que
conocieran las instalaciones. Me acerqué, saludé a Justicia y ella me presentó
a su padre, José Saúl Wermus; a su madre y a sus tres hermanas: Revolución
Francesa, Luchas Compromiso y María Igualdad.
―Si me lo permite, señor,
necesitaría tomar prestada a su hija durante unos minutos ―le dije a su padre.
―Puede hacer lo que quiera ―me
respondió―. Es mi hija, y no un objeto de mi propiedad.
La tomé de la mano y la
llevé conmigo afuera del hangar. Entonces le pedí que mirara hacia arriba. A
los pocos segundos, un avión a chorro dibujó un corazón con su estela
cenicienta y, en torno al corazón, estallaron toda clase de fuegos
artificiales. En los altavoces utilizados por la administración del aeropuerto
para emitir distintos anuncios, comenzó a sonar el tango “Adios Nonino”, de Astor
Piazzola. Parecía que los fuegos volaban y explotaban al ritmo de la música. Al
final, el avión volvió a pasar y dibujó sobre ese cielo azul la pregunta más
importante de mi vida: “¿Querés casarte conmigo?”.
Justicia Social volvió a fijar
la vista en la tierra (sus ojos se habían llenado de lágrimas) y me encontró
arrodillado en el piso, ofreciéndole el anillo de coco que, para la ocasión,
había comprado.
―Justicia ―le dije―, hasta
ayer iba a irme a vivir a Rusia, pero decidí quedarme en Argentina, en parte
para poder casarme con vos. ¿Qué me decís? Yo te amo.
―Natalio ―dijo y una gota
rodó por su mejilla. La música, que no cesaba, dotaba la escena de un mayor
dramatismo―, a mí también me encantaría casarnos y pasar la vida juntos. Pero
Alexandre Alexandrov me invitó a ir con ellos a vivir a Rusia y la verdad es
que debo anteponer mi compromiso con el socialismo a mis intereses personales.
No puedo dejar pasar la oportunidad de vivir en suelo de la antigua URSS. Es mi
oportunidad de cumplir el sueño de toda mi vida.
Justicia se reclinó hacia
delante y me besó en la boca. La humedad de sus lágrimas se confundió con la
humedad de las mías. Después entró al hangar y yo permanecí en silencio, de
rodillas, contemplando el cielo sobre el que los humos que conformaban la pregunta
se dispersaban poco a poco, oyendo los últimos acordes de aquella melodía
triste.
El día se hizo noche y
vuelvo a entrar al hangar. Las músicas étnicas dominan el territorio de cada
pabellón. Faltan pocos minutos para la medianoche, para el comienzo de un nuevo
año, para mi cumpleaños número treinta. Recorro el hangar. Mañana los festejos
habrán finalizado. La mayor parte de los que ahora danzan borrachos regresarán
a sus vidas y a sus hogares, pero yo, yo podría quedarme acá, vivir con mis
viejos, mis madrastras y mis medios hermanos; armarme un gimnasio y un
dormitorio en un rinconcito, entrenar acá con Vicky, proponerle a mi viejo que
aprovechemos la multinacionalidad de sus mujeres y abramos el lugar al público
como una feria de naciones permanente. ¿Por qué no? Parece una buena idea y
tengo treinta y cinco mil dólares para invertir. Podría funcionar…
Los que tienen una bebida en
la mano levantan sus copas al cielo. Comienza la cuenta regresiva y todos,
menos el mimo, que participa retrayendo uno a uno los dedos de sus manos, todos
vociferan los números de manera simultánea. Diez…
Sobre la pared del fondo, mi imaginación esboza un dibujo algo difuso. Nueve… Con el correr de los segundos, el
dibujo va cobrando nitidez. Ocho…
Parece ser un rostro humano. Siete…
Parece ser el rostro de Daniel Amoroso. Seis…
¿Es un producto de mi imaginación o realmente está ahí? Cinco… ¿Es el rostro de Amoroso o es la cara de la crisis que se
aproxima? Cuatro… Sea lo que sea, que
venga nomás. No le tengo miedo. Tres…
No me asusta la crisis de los treinta. Dos…
No me asusta ningún tipo de crisis. Uno…
Siempre y cuando no se trate de una crisis terminal.
Bueno, de alguna manera es una crisis en una terminal aérea, Don Natalio. Pero no por eso puede ser tan grave.
ResponderEliminarMuchas gracias, Fernando. Tu compañía a lo largo de estos trescientos sesenta y cinco días fue tan importante como es el lenguaje de señas para el mimo, la poligamia para mi viejo, los guantes de cocina para Vicky, la URSS para Justicia Social, la existencia de Samuel para mi primo Luján, de Luján; la existencia de mi primo Luján, de Luján, para Samuel, las zapatillas de Jessica Cirio para mi culo gordo y una serie interminable de etcéteras. Te agradezco por tus comentarios diarios, que fueron consejos que, en la mayoría de los casos, guiaron el curso de esta, nuestra historia.
EliminarNos mantenemos en contacto.
Saludos!
Don Natalio, el agradecido soy yo. Ha sido un enorme placer para mí seguir esta historia, que como dije al descubrirla, me encantó por la frescura, el sentido del humor y el que esté bien escrita (cosa que no siempre es fácil de encontrar).
EliminarUn abrazo enorme y seguimos en contacto, seguramente
¡Salud!
Don Natalio Gris! No te querés casar conmigo?
ResponderEliminarMuchas gracias, Anó, por la proposición, pero temo que aún no estoy preparado para dar ese paso.
EliminarSaludos!
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarAunque no soy tan fiel seguidora como Fernando, si que he leído alguna de tus entradas sobre la Familia Gris y me gusta mucho como escribes. Por ello te he nombrado para el Premio Dardos, más detalles en http://wp.me/p3SGuQ-bR
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