lunes, 23 de diciembre de 2013

Día 357 - Las Fiestas Anuales de la Familia Gris: El Retiro

Hoy me desperté cantando “Culpable”, de Vicentico. Nuevamente, mis cinco madrastras se pararon en torno a mí junto a sus once hijos. También se acercaron mis hermanos y sus familias. Era el cumpleaños número treinta y cuatro de Teresa Olga, la mayor de mis hermanas mujeres, por lo que, mientras cantaba, caminé hacia ella para, a modo de homenaje, dedicarle el espectáculo. Creo que la resaca que tenía como consecuencia de la borrachera de ayer hizo que interpretara el tema con mayor sentimiento. El aplauso cerrado de mis parientes de sangre, políticos, lejanos o fraccionarios reforzó esa impresión. Después, le di un abrazo a Teresa Olga, le cantamos el feliz cumpleaños y nos sentamos en el Pabellón Canadiense, donde Celine Dilon nos recibió con un desayuno típico de aquellas tierras.
Unos minutos antes del mediodía sentimos que golpeaban la puerta del hangar. Extrañamente, el ruido del eco sonaba con mayor fuerza que el golpe original. Me dolía la cabeza y, por miedo a que volvieran a golpear, fui corriendo a ver quién era.

Samuel, mi primo Luján, de Luján, el mimo y mi hermano Marito Claudio tuvieron que ayudarme a desplazar el gran portón. Del otro lado, Vicky, su padre, Arnoldo Jorge Negri y otros miembros de los distintos y ya disueltos Grupos de Ayuda para Gente con Problemas Pelotudos aguardaban a ser atendidos. Los saludé uno por uno a medida que iban ingresando. Allí estaban Julio, Hernán y Pato (o Gallareta), que habían sido mis compañeros de Grupo. Pato había venido con su esposo, sus hijos, sus padres, sus suegros, sus hermanos, las parejas de sus hermanos, los hermanos de su marido, las parejas de los hermanos de su marido y los hijos de todos ellos. Además, habían venido, con sus respectivas mujeres, Pascual, Baldomero y Nando, los Pelotudos a los que habíamos rescatado luego de desmantelar la red de lavados de cerebro comandada por Daniel Amoroso. Todos parecían felices; todos parecían haber superado sus Problemas Pelotudos, o al menos parecía que habían aprendido a convivir con ellos.
Almorzamos en el Pabellón Alemán, en una mesa larga para setenta y nueve personas. Yo me comí un buen pedazo de Gebratene Fleisch y me tomé un litro de cerveza artesanal que mi madrastra Celine había preparado. Mi viejo, que estaba sentado en una de las cabeceras, aprovechó el descanso entre la comida y el postre para ponerse de pie, golpear un vaso con una cuchara y anunciar que había comprado un regalo para Teresa Olga, que al igual que al que le había entregado el día anterior a Marito, lo había pagado él, pero se lo entregaría en nombre de toda la familia. Algunos soltaron una carcajada pensando que mi viejo estaba haciendo un chiste, pero estoy convencido de que el muy miserable lo dice muy en serio. Y, para colmo, la sospecha de que usa mi dinero para comprar los regalos cobra cada vez más fuerza. El regalo era una gargantilla de esmeralda que despertó el suspiro de todas las mujeres presentes.
Aprovechando el valor que me infundía el litro de cerveza alemana que me había tomado; aprovechando también que Arnoldo Jorge Negri y el padre de Vicky habían aceptado el desafío de Pascual y Baldomero, que los habían retado a jugar un partido al mejor de tres sets en la cancha de tenis que mis hermanos habían improvisado pintando las líneas con tiza y cruzando una manguera sostenida por dos sillas… Aprovechando todo esto, me acerqué a Vicky, que estaba sentada en un rincón del Pabellón Botswanés, jugando con las cuatro hijitas de Botswana Amarula, y me senté a su lado dispuesto a contarle de mi viaje a Rusia. Antes, por cortesía, le pregunté cómo venía con sus entrenamientos.
―Voy a dejar el boxeo ―me dijo―. La derrota con Lucrecia me hizo darme cuenta que ya estoy grande para esto. Además, Arnoldo quiere tener hijos y no se puede boxear y ser madre al mismo tiempo.
―Pero vos, ¿qué querés vos? Eso es lo importante ―le dije.
―No importa lo que yo quiera. Yo quiero lo que quiera mi papá y lo que quiera Arnoldo. Quiero que ellos estén bien ―me dijo, tratando de componer una sonrisa que no dejaba de ser amarga.

No le pude contar lo de mi viaje a Rusia. No pude, en parte, porque tenía la sospecha de que no estaba atravesando un buen momento, pero, sobre todas las cosas, porque me sentía culpable por haberla abandonado en sus entrenamientos, por haber dejado que el inútil de Arnoldo Jorge Negri la entrenara. Sería una lástima que se retirara del boxeo. Solamente necesita un buen entrenador, porque ella tiene todo lo que hay que tener para convertirse en campeona del mundo.

2 comentarios:

  1. Es una lástima que no hayan ido a la fiesta el grupo de taxistas/filofosos/abogados/contadores/pensadores, porque les podrías haber pedido opinión. Aunque lo más seguro es que la hubieran dado sin que se las pidas.

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    1. Es cierto, Fernando. Fueron invitados. Imagino que en algún momento van a aparecer.
      Saludos!

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